Montaba a caballo con una elegancia innata, con una presencia majestuosa, como si llevase haciéndolo toda la vida…
Y con los ojos cerrados, moviendo suavemente la cabeza al compás de la música, se permitió una íntima sonrisa de simpatía. En momentos como aquél era sencillo vivir en paz consigo misma… (La tabla de Flandes)
Su pelo, recogido en una coqueta trenza, del color de la avellana, brillaba con el sol del atardecer. Quizá por sus venas corriese sangre de antiguos y legendarios ganaderos, afincados desde tiempos olvidados en el sur de Hispania. A su alrededor, el campo refulgía con las últimas luces del verano, y el maíz que todavía no se había recogido, teñía de contrastes dorados el escenario.
Fiel discípula de su astuto abuelo, heredera del alma de los viejos fenicios que tres mil años atrás llevaron desde el Mediterráneo las primeras cepas a esas tierras que ellos llamaron Xera y que los siglos acabaron convirtiendo en Jerez… (La Templanza)
Bajo ella, el noble caballo, con la piel tostada y brillante, trotaba a paso constante, erguido y solemne, atento a las indicaciones de la niña. Todo ello se producía a un ritmo pausado, tranquilo, sin estridencia, al compás de la sinfonía del Universo. No existían gestos bruscos ni palabras discordantes, sólo armonía y paz… Infinita, suave, luminosa.
La tierra, sobre la que trotaban, la niña y el caballo se fundían en una única nota, moviéndose al compás de un tempo lento y fluido.
Es en ese momento, bajo las nubes dispersas y ligeras de aquel cálido mes de Septiembre, cuando comprendió que se trataba de dejarse llevar al compás que marcaban las estaciones. Que consistía en adentrarse en el otoño vaciándose de toda perturbación, mientras los árboles se despojaban de sus hojas muertas. Y así, con la llegada del frío, adentrarse en el país del Invierno en un estado de letargo interior, cual oso pardo, para extender sus propias raíces hacia el interior de la tierra, montaña adentro. Con el fin de que cuando apareciesen las lluvias de la verde y brillante hada Primavera, pudiese florecer al fin en el terreno que hubiese elegido como más propicio y buscar el abrazo con aquella natura salvaje y sabia, olvidada y dada de lado por la estupidez del Hombre…
Éranse una vez una niña y un caballo, que galopaban juntos, en una dulce armonía durante un atardecer de finales de verano…
Y al ritmo de las estaciones, las faenas y los vientos, buscó también consejo y sabidurías… (La Templanza)